La crisis de salud mental es una cicatriz invisible. Para los más vulnerables, los niños y niñas refugiados, ha dejado heridas irreversibles: dos tercios tienen problemas psicológicos tras haber sufrido tres conflictos en menos de 10 años. Hay niños y niñas que no conocen otra forma de vivir más que la del bloqueo y la violencia.
En Gaza hay poco que perder. La llamada Gran Marcha del Retorno, que comenzó el 30 de marzo de 2018 -conocida como “Día de la Tierra de Palestina”- convoca a hombres, mujeres y niños, la mayoría manifestantes pacíficos, en la valla perimetral que separa Gaza de Israel en protesta popular para exigir el fin del bloqueo israelí y el derecho al retorno de los refugiados. Desde entonces, han sido asesinados más de 300 palestinos y más de 35.000 han resultado heridos.
En Gaza, falta un horizonte político. La Franja pide cada día una solución justa y definitiva a su situación, que no ha sido creada por ninguna catástrofe natural.
Las calles del campo de refugiados de Yabalia, en el norte de Gaza, son angostas y enrevesadas. La precariedad, la humedad del mar y el paso del tiempo se han incrustado en sus edificios, apiñados en tan solo 1,4 km2 y que albergan a casi 120.000 refugiados de Palestina.
El piso de Ahmad Abdalá Abu Tajún es muy humilde. Dispone de dos habitaciones pequeñas (una es salón, comedor y dormitorio) y de un baño y una cocina diminutos. En este espacio, sin apenas luz y con poca ventilación, vive con su esposa, embarazada, y sus cinco hijos, de entre 1 y 8 años.
Ahmad, de 32 años, es carpintero y su destreza en el oficio lo llevó a ser el encargado de un equipo en una fábrica del área industrial de Karni. Como prosperaba en su trabajo decidió casarse y se endeudó para pagar un piso.
Al poco tiempo, la fábrica empezó a naufragar por las dificultades económicas que entrañó el bloqueo por tierra, mar y aire que Israel impuso sobre Gaza, después de que el movimiento palestino islámico Hamás tomara el poder allí en 2007.
Un año antes, Hamás había ganado las elecciones generales, pero la comunidad internacional no aceptó su victoria y le obligó a formar un gobierno de unidad con Al Fatá, liderado por el presidente palestino, Mahmud Abás. El intento fracasó y en Gaza, Hamás y Fatá se enfrentaron en un conflicto que se cobró 118 muertos y casi 600 heridos, según datos del Comité Internacional de la Cruz Roja.
“Con el bloqueo y la separación entre Fatá y Hamás todo empezó a ir mucho peor. La compañía entró en bancarrota, el dueño no pudo afrontar los gastos y perdí mi trabajo”, cuenta Ahmad, cuya familia fue expulsada por las fuerzas israelíes en 1948, tras la creación del Estado de Israel, de localidad de Hiribya, muy cercana a Gaza.
“Los que me habían prestado dinero para el piso empezaron a reclamármelo, también lo necesitaban, mucha gente se quedaba en paro. Entonces comencé a tener trastornos mentales”, explica Ahmad.
Para intentar subsistir, instaló un puesto de golosinas delante del colegio cercano a su casa, pero luego lo trasladó a la puerta de un centro de salud, hasta que el vigilante les ordenó a él y a otros vendedores que se situaran en una calle próxima.
En la nueva ubicación las ventas disminuyeron y los vendedores regresaron a la puerta del centro médico. Tras 22 días allí, el pasado 23 de julio, el vigilante los increpó y llamó a la policía, que llegó con una orden para trasladar los puestos. Ahmad se negó a mover el suyo, los agentes intentaron obligarle y él “perdió la cabeza”, según recuerda, y empezó a destrozar su tenderete.
“Le pregunté a uno de los policías: ¿Qué quieres que haga, que me mate? Me contestó “adelante”. Fui a la tienda de un mecánico que hay allí mismo, cogí una botella de gasolina y me la eché por encima. Un policía me intentó parar, pero no llegó a tiempo. Yo llevaba un mechero y me prendí fuego”, relata.
La rápida reacción de otro vendedor, que lo cubrió con una manta, salvó a Ahmad de la muerte, pero sufrió quemaduras en el 30% del cuerpo: cara, orejas, cuello, hombros, espalda, pecho y abdomen.
“Estaba desesperado, no veía sentido a la vida”, confiesa Ahmad, que se ha sometido ya a tres operaciones, lleva los dos brazos vendados y apenas los puede mover. No obstante, los médicos creen que su evolución será favorable. En las próximas semanas volverá a pasar por el quirófano para que le injerten piel de las piernas en los brazos.
Desde que intentó suicidarse no puede trabajar, recibe un pequeño subsidio y lo que le dan sus hermanos y otros parientes. “Si mejoro y puedo volver a trabajar veré que existe un futuro con un poco de optimismo, si no, no”, dice mientras se le quiebra la voz y se le escapan las lágrimas. Su hija mayor le acerca un vaso de agua. Está pendiente de él en todo momento.
Los dos millones de palestinos que viven en Gaza comparten la desesperación de Ahmad. 1,4 millones son refugiados cuya educación, salud y alimentación dependen de UNRWA.
Desde que Israel impuso un bloqueo sobre Gaza en el 2007, con el apoyo de Egipto, que mantiene la frontera cerrada la mayor parte del año, la franja se ha convertido en una cárcel al aire libre. Salir o entrar depende de un permiso israelí o de que los egipcios abran una frontera difícil de cruzar sin pagar un dinero del que pocos disponen.
En doce años de bloqueo, Israel ha lanzado tres ofensivas militares en Gaza (2008-2009, 2012 y 2014) que han provocado miles de muertos, la mayoría civiles, y decenas de miles de heridos.
El 97% del agua de Gaza está contaminada, la electricidad llega a los hogares entre 4 y 6 horas. El paro se sitúa en el 52% (entre los jóvenes de 18 a 29 años, en el 72,4%) y es uno de los lugares del mundo más masificados, con una media de densidad de población de 11.000 habitantes por km2, aunque hay puntos donde se alcanza los 55.000.
“La presión sobre la gente es muy fuerte y han aumentado los trastornos psicológicos. Muchos niños padecen síndrome de estrés postraumático (TEPT), presentan conductas violentas, tienen pesadillas, se orinan en la cama”, señala el director del Programa de Salud Mental de UNRWA en Gaza, Yaser M. Abu-Yamei.
“En los últimos cuatro años ha habido muchos intentos de suicidio, entre 400 y 500 anuales. La media de suicidios en Gaza es bajísima en comparación con el resto del mundo, pero la situación es alarmante porque antes no había suicidios aquí”, subraya el responsable de salud mental.
En Gaza no existen estadísticas sobre suicidios y el tema ha sido hasta ahora tabú. Las familias de los que se han quitado la vida mantienen silencio.
Los suicidios “son una muestra de la indignación, la frustración y el estrés que vive la gente, que quiere llamar la atención sobre sus problemas. Muchos son jóvenes. En 2015 y 2016, los intentos de suicidio solían ser quemándose, como Mohamed Bouazizi en Túnez. Ahora, algunos se ahorcan o se lanzan desde un lugar alto”, concluye Abu-Yamei.
Ahmad revela su sueño y el de muchos gazatíes: “Si pudiera salir de Gaza, me iría con mi familia para no volver”.