Bajada de la autoestima, trastornos emocionales, problemas psicosomáticos, depresión y pensamientos suicidas son algunas de las principales consecuencias. También la caída del rendimiento académico. Y seguimos aprendiendo. Lo último que se ha sabido es la mitad de las víctimas del bullying (un 45%, en concreto) también pierde a sus amigos. Bienvenidos a la realidad de muchos chicos.
El acoso puede tomar muchas formas, según se explica en la Guía para prevenir el acoso escolar destinada a las familias que acaba de editar Unicef Comité Español. En ella se señala que es “una conducta de persecución física y/o psicológica que realiza un estudiante contra otro” y que, en su versión presencial, se presenta en forma de agresiones físicas, extorsiones, robos, agresiones verbales, exclusión social o incluso acoso sexual.
El primer problema es que nadie sabe realmente cuántos son. En una sociedad que lo mide todo, no hay un solo dato fiable definitivo que cuantifique cuántos niños sufren uno de los principales problemas que tienen los alumnos. Tampoco es fácil de medir: ¿contamos los casos sancionados? ¿Las denuncias? ¿Las llamadas al teléfono del ministerio? ¿Extrapolamos a todo el sistema una estadística muestral? La mayoría de los casos, sobre todo los menos extremos, nunca se llegan a conocer.
Aun así, hay algunas cifras. Los datos disponibles abarcan una horquilla que iría desde el exiguo 0,02% que recogen los servicios de inspección educativa de algunas comunidades autónomas —solo dan cuenta de los casos denunciados—, hasta el 5% del Observatorio Estatal de la Convivencia Escolar. Según este último dato, unos 200.000 chicos y chicas lo estarían sufriendo.
Y no solo ocurre en el centro educativo. Con las redes sociales, el acoso dio un salto cualitativo y cuantitativo en el tiempo. Ya no se acaba con la jornada escolar, como antes. La casa de uno era un entorno seguro, de protección. El cyberbullying ha acabado con este refugio. Las características propias de las redes —inmediatez, anonimato— también animan a personas a acosar mediante “persecución u hostigamiento, exclusión a través de mensajes denigrantes o la manipulación a través de contenidos”, como se comenta en la guía.
Porque una de las particularidades del acoso es que cualquiera puede verse en cualquiera de los dos lados. Uno puede ser acosador o acosado. “No hay un perfil definido de víctima, pero sí determinados colectivos que lo pueden sufrir de manera especial”, relata Koldo Casla, de la Universidad de Newcastle. “El tipo de acoso que se puede ejercer sobre una persona que pertenece a una minoría sexual es distinto que el que puede sufrir una persona por su estatus socioeconómico, por ejemplo”.
Y así es un poco más complicado atacar el problema. La administración hace planes, tiene un teléfono de atención a víctimas (900 018 018), un plan de convivencia en las escuelas e incluso un observatorio.
Más allá de los programas específicos que puedan desarrollar los centros —por ejemplo, los protocolos de actuación frente al acoso que todos los colegios deben tener—, quienes han estudiado el asunto hablan de “prevenir”, “detectar”, de “la participación de todos, especialmente los iguales”.
“Los iguales” es un concepto clave. “No es lo mismo que te diga las cosas un igual a que te las diga tu padre o un profesor”, explica José María Avilés, orientador en un instituto y profesor en la Universidad de Valladolid. En este marco, los expertos hablan de los “entornos protectores”, de crear las condiciones para mejorar la convivencia a partir del empoderamiento de los propios alumnos y su capacidad para promover espacios de convivencia.
Avilés habla de equipos de ayudas, mediación y mentorización, entre otras cosas. Por ejemplo, una clase puede elegir a algunos compañeros, que serán formados por los profesores para conocer sus derechos, trabajar en la prevención y cómo abordar posibles situaciones de conflicto antes de que pasen a mayores.
“El acoso está oculto y su mayor aliado es la ley del silencio”, explica. “Tener equipos especialmente preparados, con herramientas para abordar los casos, antes de que se enquisten, ofrece un apoyo a los alumnos y siembra una cultura del cuidado entre todos. Se les empodera en la gestión de su propia convivencia dándoles carta de naturaleza como actores en la gestión de incidencias”.
Dentro de esta gestión entre pares también aparece también la figura de los cibermentores, alumnos veteranos que ayudan a sus compañeros más pequeños a gestionar las redes sociales y afrontar las dificultades que puedan ir surgiendo. Les enseñan los riesgos de la privacidad, cómo configurar sus perfiles o incluso los riesgos de que se genere una dependencia.
Otro elemento es implicar a la figura que se conoce como el observador. El observador o espectador es ese tercer alumno que no acosa, pero permite que suceda. No interviene porque no quiere ser un chivato. “Un escenario de no violencia es aquel que cuida de que los iguales y los observadores, den un paso al frente y defiendan a las personas que están siendo ofendidas. Hay que romper con la cultura del chivato”, explica José Antonio Luengo, profesor de Psicología en la Universidad Camilo José Cela.
También se habla de la importancia de la formación de los maestros, que forman parte de la primera línea de detección junto al resto de alumnos.
En definitiva, “de lo que se trata es de que las personas que están en los centros educativos con dificultades puedan comunicar con las personas cercanas y que estas puedan actuar para apoyarles, defenderles cuando lo necesitan. Es bajar a la realidad, nadie desde fuera va a arreglar la situación. Lo que puede venir de fuera son los recursos, la formación, la orientación”, ilustra Avilés.