Los valles navarros de Ultzama y Sakana, a 25 minutos de la capital Pamplona/Iruña, ofrecen la oportunidad de tumbar el estrés urbano y zambullirse en un universo de frondosos bosques y verdes praderas donde descubrir sabores auténticos, aventuras en bicicleta por viejos trazados de trenes, visitar cavernas y dormir en cabañas de árboles
Daniel Burgui Iguzkiza | 18·junio·2025
El valle de Ultzama es el sueño secreto de cualquier urbanita que reniegue del asfalto, quiera huir de la asfixia del cemento y sentir la autenticidad de un territorio aún sin perturbar por el turismo, pero además con la ventaja de no tener que retirarse a un lugar remoto y recóndito. A tan solo 25 kilómetros al norte de Pamplona/Iruña se extiende este valle que permite tumbar el skyline de bloques de edificios y cambiarlo por un mar de prados, colinas y bosques de un verdor extraordinario.
Su nombre, según dicen, podría derivar del término celta y protovasco Uxama, “el más elevado”. Y no es solo una licencia poética. Este es el valle más alto de la vertiente mediterránea navarra, un balcón natural que mira tanto al sur continental como al norte húmedo. Los pueblos del valle conservan todavía ese aire de lugar que se vive desde dentro. Caseríos blancos anchos y robustos, con aleros de teja rojiza y muros de sillería, a menudo encalados, que siguen el patrón de la arquitectura tradicional del norte de Navarra.
Aquí no hace falta imaginar grandes rutas. Basta con caminar por el bosque de Orgi, un robledal de más de 4.000 años en el municipio de Lizaso, que ha sido preservado como parque natural y que tiene senderos llanos y adaptados para todas las edades y características. Cada árbol aquí tiene historia, y hay uno, el roble monumental de Orkin, que ha sobrevivido más de cinco siglos. Los robledales húmedos son bosques en la actualidad muy escasos y poseedores de un singular interés ecológico.
Muy cerca de allí, a unos minutos de la carretera pero completamente oculto a la vista, se encuentra uno de esos lugares que parecen sacados de una fábula. Se llama Basoa Suites y ofrece, literalmente, dormir entre los árboles. Cabañas de madera sobre pilotes en pleno bosque, con formas geométricas suaves, grandes ventanales y una arquitectura respetuosa con el entorno. No hay wifi. No hay televisión. El desayuno llega en una cesta colgada de una polea, y los únicos sonidos son los del viento en las hojas y el aleteo de algún arrendajo. Una experiencia íntima y contemporánea de volver al bosque sin renunciar al cuidado.
Sanguesa | © Francis Vaquero - Turismo de Navarra
Aquí, en Ultzama, el bosque no solo se contempla. También se saborea. Este valle alberga uno de los parques micológicos más conocidos del norte peninsular, un espacio regulado donde cada otoño se convierte en un rito buscar codiciadas setas silvestres: hongos beltza, níscalos, rebozuelo, etc. La recolección está limitada, pero también acompañada. Hay salidas guiadas con expertos y actividades divulgativas que ayudan a entender un saber transmitido generación tras generación.
Además, queserías familiares —como las de Lizaso o la de Eltzaburu— elaboran a pequeña escala y sin prisas un queso de leche cruda de oveja, duro, aromático, amparado bajo la denominación de origen Idiazabal. También de los pastos y las ovejas latxas se obtiene la cuajada que aquí es casi una seña de identidad. Todavía se sirve en recipientes de madera o barro, con cuchara larga y un hilo de miel cruda. El sabor tiene otra textura.
Castillo de Javier | © Patxi Uriz - Turismo de Navarra
No extraña que este valle se haya convertido en paraíso para los ciclistas. Las carreteras secundarias que lo surcan —curvas suaves, sombra abundante, apenas tráfico— son un trazado ideal para quienes disfrutan pedaleando sin la urgencia del cronómetro. Existen también rutas BTT señalizadas que atraviesan hayedos, cruzan puentes de madera o bordean antiguas vías pecuarias. Y hasta un centro ecuestre y una granja escuela en Lizaso donde, además de montar a caballo, se puede aprender cómo se ordeña una oveja o se cultiva un huerto sin pesticidas.
En paralelo a Ultzama, en su lado occidental, se extiende la comarca de la Sakana, también como una continuación geográfica al norte de Pamplona/Iruña. Un corredor longitudinal flanqueado por las sierras de Aralar y Urbasa con prados que en primavera se llenan de flores silvestres y en otoño, los colores del bosque se despliegan como un manto de cobre y oro.
Los pueblos —Etxarri Aranatz, Arbizu, Altsasu/Alsasua— mantienen todavía un ritmo propio. Aquí la identidad se celebra sin estridencias, el euskera es el idioma cotidiano, en los frontones chiquillos y ancianos comparten juegos, en panaderías amasan hogazas de kilo y el menú de las casas de comidas casi siempre incluye algún plato de cuchara. Un ramal del Camino de Santiago pasa por aquí desde hace siglos, pero casi nadie lo sabe. Quizá porque este tramo, menos monumental, es también más humano. Es la histórica ruta jacobea que unía Pamplona con Vitoria.
Esta comarca es un buen lugar para degustar un contundente menú en alguna de las pequeñas sidrerías familiares de la zona o paladear el euskal txerri, el pío negro, una raza de cerdo rústica y autóctona del norte de Navarra y el País Vasco francés que estuvo a punto de extinguirse en los años ochenta.
Un plato de pochas | © Turismo de Navarra
Una parada inevitable es el monasterio de Zamartze, un cenobio románico de nave única que fue hospital de peregrinos, enclave romano, y aún hoy acoge retiros espirituales. No muy lejos, en Astitz, se abre la puerta de otro templo. Pero en este caso hacia el inframundo. La cueva de Mendukilo es una de las joyas geológicas del norte navarro. Antiguo refugio de pastores, ha sido adaptada para la visita con pasarelas flotantes, iluminación tenue y guías que no solo explican las estalactitas, sino que ayudan a escucharlas. La sala Herensugearen Gotorlekua —la fortaleza del dragón— impresiona por su altura.
Por encima de ese mundo subterráneo, está la sierra de Aralar. Desde donde trotan caballos en semilibertad y la mirada alcanza el horizonte verde de Navarra. El santuario de San Miguel de Aralar, con su iglesia prerrománica del siglo IX y su frontal de esmaltes, es uno de esos lugares que no necesitan promoción. Solo tiempo. Y disposición. Porque no se visita como un monumento, sino como un testigo. De la fe, de la cultura, de un modo de habitar la montaña que sigue resistiendo.
Cripta Monasterio de Leyre | © Patxi Uriz - Turismo de Navarra
Y a los pies de esta sierra comienza la fantasía de los ciclistas más atrevidos: la Vía Verde del Plazaola. Un recorrido de 78 kilómetros entre Navarra y Gipuzkoa, a través de túneles horadados en la roca, viaductos recuperados y una sucesión de paisajes que cambian como páginas de un libro de geografía que sigue el curso del antiguo tren que unía Pamplona/Iruña con Donostia/San Sebastián.
Tras sufrir graves daños en una riada en 1953, el tren del Plazaola no volvió a dar servicio y en septiembre de 1958 se autorizó el desmantelamiento de la vía y quedó abandonado. Pero su trazado, hoy convertido en Vía Verde es el sueño de cualquier ciclista que permite lanzarse a la aventura de llegar en bici desde la capital navarra hasta la costa vasca. Hay quien lo hace a ritmo lento, en familia, con alforjas y sin prisa. Otros, en cambio, aprovechan los desniveles para entrenar y sentir el esfuerzo.
Foz de Lumbier | © Javier Campos - Turismo de Navarra
Desde Lekunberri hasta Leitza, la vía verde atraviesa un santuario natural. El túnel de Uitzi —con sus 2,7 kilómetros— es el más largo de todas las vías verdes europeas. Su oscuridad y frescor, su silencio solo interrumpido por el roce de las ruedas y el goteo constante, lo convierten en una experiencia sensorial. En días de verano, cuando el sol abrasa la carretera, atravesar el túnel es casi un acto de magia: entras en la sombra y sales a otro mundo.
En Leitza, la antigua estación de tren es hoy centro de interpretación. Y muy cerca, en una colina salpicada de hayas y esculturas de piedra, Iñaki Perurena —un personaje clave de la cultura navarra del último siglo: un forzudo levantador de piedras que revolucionó el deporte rural— ha creado su particular museo: Peru-Harri. Aquí se homenajea la piedra no como obstáculo, sino como cultura. Perurena no solo fue campeón de herri kirolak, deportes vascos, es también un contador de historias, divulgador y un defensor del patrimonio inmaterial. Visitar su parque es recordar que incluso los oficios más duros pueden tener algo de poético.
Y así, entre piedras que cuentan historias y montañas al borde de la costa atlántica, este viaje a través de valles secretos, caseríos y pasos de montaña, es la mejor terapia que ofrece Navarra para volver a sentir la autenticidad de la vida.
Santa Criz-Eslava | © Turismo de Navarra