Híbrido contra diésel: la historia del imperio perdido


Híbrido contra diésel

La mezcla de una legislación cambiante con una mayor conciencia medioambiental está consiguiendo lo nunca visto durante la última década en el mercado español de matriculaciones: un lento pero imparable abandono del diésel como motorización más vendida. La gasolina y su variante híbrida se impondrán en el futuro cercano pero, ¿cuáles han sido los motivos de este cambio de escenario?

El peso de las grandes ciudades

Puede que las odiemos y pensemos en ellas como el origen de todos nuestros males, pero las grandes concentraciones urbanas no han dejado de crecer desde finales del siglo pasado. Así, mientras que en 1990 apenas diez ciudades superaban los 10 millones de habitantes, en 2016 la cifra ascendía a 28. Serán 40 en menos de 15 años y dos de cada tres seres humanos vivirán en una de ellas antes de 2050, según datos del observatorio urbano de las Naciones Unidas. Con este panorama, será complicado diluir altas concentraciones de contaminantes solo confiando en al aire y la lluvia, por lo que se plantea como imprescindible reducirlas al máximo.

Eficiencia contra eficacia

Una mayor eficiencia y sofisticación, así como un menor impacto medioambiental, decantan la balanza a favor de la gasolina y su variante híbrida en su particular duelo frente al diésel

A diferencia de los motores de ciclo Otto (gasolina), los diésel basan su funcionamiento en un exceso de aire que consigue por efecto de la presión la combustión espontánea del gasóleo. Durante años, esta fue de hecho su principal ventaja respecto a los primeros, porque de forma menos sofisticada el bueno de Rudolf Diésel conseguía con su patente un funcionamiento más asequible en entornos rudos como el campo, las fábricas o la obra pública. En esas circunstancias, un motor diésel brindaba una mayor fuerza a menores revoluciones, con menos piezas susceptibles de romperse y con la capacidad de quemar combustibles de peor calidad, a cambio de no hacerlo del todo bien: por eso echaban humo. Exactamente su talón de Aquiles cuando se les ha exigido precisamente lo contrario: bajas emisiones y rendimiento a cada vez más revoluciones por minuto.

Sofisticados por decreto

La ayuda de la sobrealimentación y la introducción de la inyección directa del combustible en los cilindros a finales de los años noventa consiguió cerrar un círculo virtuoso que se había iniciado años antes en los vehículos industriales: los coches diésel corrían como los de gasolina, pero consumían mucho menos. El problema inherente de las partículas mal quemadas, hollines y cenizas, seguía existiendo. Y las emisiones de óxido de nitroso se incrementaban al ritmo de un parque que vendía seis de cada diez coches turbodiésel.

Las progresivas legislaciones anticontaminación Euro 1, 2 y 3, se centraron en la reducción de emisiones de NOx en los motores de gasolina, dejando campar a sus anchas a los diésel. El tiempo perdido se intentó paliar con la más restrictiva Euro 4 (2006), que obligó a la introducción de los primeros filtros de partículas Euro 5 (2009), con mayores presiones de inyección y filtros aún más finos, hasta llegar a la actual Euro 6. Se trata de un montón de tecnología, costosa de desarrollar, cara de mantener y, como se viene demostrando, encaminada al menos en un grado notable más a eludir la norma que realmente a favorecer al medio ambiente.

Menos emisiones, mismo redimiento

Con la combinación de un motor de gasolina con uno eléctrico, esta problemática desaparece. Kia por ejemplo, ha dotado al nuevo crossover Niro de una cadena cinemática (motor, transmisión y cambio) compuesta de un motor de cuatro cilindros 1.6 litros de inyección directa de gasolina y 105 caballos, una batería de iones de litio compacta y eficiente, capaz de contener 1,54 kWh y un motor eléctrico de 32 kWh. 141 caballos efectivos en total, que se transmiten a través de una caja de cambios pilotada de doble embrague y seis velocidades. Cuando hay que salir desde parado o disponer de la fuerza necesaria para superar un repecho o rebasar a otro vehículo, empuja el motor eléctrico. A la hora de reducir la velocidad, el mismo motor invierte su función reteniendo la masa del coche por acción de los frenos o el cambio, convirtiendo esa energía de nuevo en electricidad que carga la batería.

Todo ello orientado hacia un objetivo de emisiones de CO2 de 88 gramos por kilómetro, apenas cuatro gramos por kilómetros óxidos de nitrogeno (NOx) y ninguna partícula sólida clasificada por encima del corte PM10. A todas luces, una buena forma de empezar a cambiar el panorama actual.

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